En la cabina de los pilotos, camino al posgrado en EE. UU. (1973)

En la cabina de los pilotos, camino al posgrado en EE. UU. (1973)

En mis experiencias de viajero he tenido la dicha de contemplar algunos atardeceres fuera de serie, empezando por la tarde de mi partida para estudiar en los Estados Unidos. En el aeropuerto se habían congregado, además de mis padres y mis hermanos, un buen número de parientes y amigos, quienes venían a despedirme, ya que este viaje de estudios implicaba una lejanía forzada de mucho tiempo, mientras llevaba los cursos de la maestría, para continuar luego con el doctorado. Por tal razón, tras los besos y abrazos de rigor, al abordar un avión comercial de Lacsa, que hacía la ruta de San José a Miami, me embargaba un sentimiento de mucha nostalgia, por dejarlos a todos ellos, sin tener idea de cuándo podría regresar de nuevo. Después del despegue, se me acercó una azafata para decirme que el capitán de la nave deseaba que yo pasara a la cabina de mando para saludarlo. Mi sorpresa fue enorme al encontrarme allí con Orlando Coto, quien, además de piloto, estaba llevando la carrera de Psicología, y me había tocado ser asistente en uno de sus cursos, por lo que me tenía gratitud y aprecio. Me pidieron, entonces, que me sentara en la sillita plegable, detrás de los pilotos, para pasar el resto del viaje con ellos, incluyendo el servicio de comida especial que les tenían reservado. Yo no cabía del asombro de estar viviendo esa experiencia. Entre muchas cosas interesantes, de las que hablaban, me indicaron que estábamos por cruzarnos con el vuelo de Lacsa que venía en dirección contraria a la nuestra. Yo podía contemplar un bello atardecer, a más de diez mil metros de altura, con un cielo totalmente despejado, que cambiaba de tonalidades tras la puesta del sol, justo a nuestra izquierda, por el oeste. De repente, en ese ambiente crepuscular “cuando el día ya no es día y la noche aún no llega”, según el poema de don Julián Marchena, divisamos hacia el frente una lucecita en el horizonte, que se acercaba a una altura superior a la nuestra. La velocidad añadida, en direcciones opuestas, hizo que el cruce entre ambas naves ocurriera en apenas unos instantes, que quedarían grabados para siempre en mi memoria. Más aún, tuve incluso el privilegio de permanecer en la cabina de los pilotos durante nuestro aterrizaje, en el aeropuerto de Miami, algo que ya no es permitido por normativas aeronáuticas. Al desembarcar, le expresé mi gratitud al compañero universitario y capitán de la aeronave pues, con su gesto, había cambiado la tristeza de una despedida por una nueva ilusión, ante los eventos que Dios me tendría reservados en esta etapa novedosa de mi vida.

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