Esther de Mézerville, directora del Colegio de Señoritas, luchadora por los derechos de la mujer y primera “Mujer del Año” en Costa Rica.

Esther de Mézerville, directora del Colegio de Señoritas, luchadora por los derechos de la mujer y primera “Mujer del Año” en Costa Rica.

 

Una vez graduada de Maestra Normal en el Colegio Superior de Señoritas, Esther de Mézerville Ossaye dio clases de francés en otras escuelas. Por siete años fue directora de la Escuela Superior de Niñas e inspectora escolar. Tuvo en 1919 una participación política activa en la protesta de las maestras contra el régimen dictatorial de Federico Tinoco y, en los años veinte, presentó ante el congreso un primer proyecto de ley para establecer el voto femenino, el cual sentó las bases para el logro, años después, de esa importante conquista social en Costa Rica. En 1922 asumió la dirección del Colegio Superior de Señoritas, donde tuvo un desatacado desempeño (6). Durante esa época, la “Niña” Esther ejerció, a su vez, un impacto positivo para fomentar el liderazgo femenino en muchas de sus alumnas, quienes luego destacaron en el ámbito nacional. Una prueba de esto es que ella aparece como personaje relevante de la novela “La Fugitiva”, del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, donde retrata su significativa influencia sobre la reconocida escritora Yolanda Oreamuno en su etapa colegial. Entre muchas otras obras, se destacó también por su labor en el Colegio Metodista, fue fundadora y directora de las “Damas Voluntarias” de la Cruz Roja durante 45 años y de una sociedad benéfica que lleva su nombre: la “Asociación Esther de Mézerville”. En 1949 se le designó como la primera “Mujer del Año” en Costa Rica. Así, el país le reconocía su gran liderazgo en las luchas sociales por los derechos de la mujer y por el bienestar de toda la sociedad.

 

Tras varios años de sobresaliente labor administrativa y docente en la dirección del Colegio de Señoritas, Esther de Mézerville dimitió de su cargo para viajar con su madre Noemí a Europa. Doña Noemí estaba por llegar a sus setenta y cinco años y, en esa época, pensaba que quería morir y ser enterrada en Francia. Por tal razón, tomó la decisión de vender su casa en Tres Ríos, donde habían residido ya por un cuarto de siglo, y liquidar sus pertenencias para cubrir los costos del viaje en barco y su eventual permanencia en Europa. De esta forma, encontraron allá el apoyo de sus familiares Ossaye en Niza, Francia, esperando una larga estadía. En particular, el hermano de Noemí, Henri Paul Ossaye y su esposa Jeanne, a quienes Esther y sus hermanos llamaban el tío Pablo y la tía Juana, fueron sus anfitriones, y se dedicaron a atenderlas, incluyendo paseos por muchos lugares de interés. Asimismo, Esther aprovechó esa oportunidad para realizar un viaje cultural a través de algunos otros países como España, Italia, Argelia y el Marruecos francés.

 

Contrario a lo planeado cuando doña Noemí inició su viaje con la intención de residir durante su ancianidad en Francia y ser enterrada allí, ella no se pudo adaptar bien al ambiente europeo, enfermándose a menudo, lo que la llevó a deprimirse mucho. Al final de cuatro años de estadía en Europa, ellas mismas aceptaron que añoraban su vida en Costa Rica y retornaron al país con la alegría del reencuentro con sus parientes y amistades más cercanas. Ya de regreso en la que consideraban su tierra adoptiva, doña Noemí experimentó en corto tiempo una notable mejoría en su estado de ánimo, dejando atrás la depresión y otros malestares, aunque la vida fue diferente a la que estaban acostumbradas antes. Ya no tenían su casa en Tres Ríos y parecía conveniente instalarse más cerca de sus dos hijos mayores en San José. Fue providencial que pudieran alquilar pronto una casa detrás de la Soledad, con las condiciones necesarias e incluso un bello jardín, que ambas disfrutaban mucho. A dos cuadras de ellas vivían Emilio y Rosario, y con bastante proximidad estaba la casa de Camilo y Felicia, en el barrio González-Lahmann. Por su parte, Leon colaboraba con la manutención de su madre, al igual que Esther, aportando su sueldo de maestra, pues había sido contratada como profesora de francés en el Colegio Metodista.

 

Más allá de ser un personaje renombrado en el ámbito nacional, Esther de Mézerville Ossaye, “Teté”, fue una mujer entrañable en el seno familiar. Ella visitaba regularmente los hogares de sus sobrinos casados, para también dedicarle un tiempito a sus sobrino-nietos, cuando eran pequeños. Con los parientes de Tres Ríos se llegaba de forma semanal en domingos y con los de San José entre semana. Por ejemplo, en la casa de Jorge, quien también era su ahijado, la recibían los jueves por la noche. Además de compartir la cena, les leía personalmente a los niños un cuento ilustrado antes de dormir, que dejaba de regalo, y permanecía luego un rato más platicando con sus padres. Para las Navidades, su visita a Tres Ríos la realizaba en vísperas de Nochebuena, mientras que la parentela de San José se llegaba hasta su casa de la Granja el propio día de Navidad. En ambas visitas, ella le tenía un regalito personalizado a cada uno, el cual venía preparando desde meses atrás. Para los menores, el presente tan esperado era a veces un monedero o una pequeña alcancía con monedas relucientes, que los dejaba deslumbrados. Así se granjeaba el cariño de la familia con su cercanía, calidez y sabios consejos. El domingo 4 de abril de 1971, la semana de su fallecimiento, los recibió a todos los parientes de Mézerville por última vez en el vestíbulo, a la entrada de la residencia que compartía con las hermanas Pilar y Carmencita Madrigal Nieto, en el barrio La Granja. Aunque sufría de un quebranto serio, ese día se encontraba más animada y reiteró su invitación de siempre para permanecer unidos. Además, comentó que nadie puede garantizarse la felicidad en la existencia, pero que es posible cultivar, con esfuerzo, una vida interesante, y así ser sorprendido a menudo por momentos felices e inesperados. Teté falleció el 10 de abril, a los 88 años, y su cuerpo fue velado con una guardia de honor permanente en el gran salón del edificio central de la Cruz Roja. Sus sobrino-nietos, ya jóvenes, cargaron su féretro por 600 metros hasta la iglesia de las Ánimas, mientras sonaban las sirenas de las ambulancias, como un homenaje de despedida a alguien que marcó la existencia de tantas personas a su paso por la tierra.