Hay atardeceres como salidos de un libro de cuentos y yo he sido testigo al menos de un par de ellos, ocurridos en camino hacia Michigan durante mis años del posgrado. En mi primer viaje, tras unos días en Miami con la familia de mis primos Aurelio y Carol de Calleja, continué por tierra en un autobús Greyhound hasta Filadelfia para visitar a los Lockwood, con quienes Juan José había convivido durante su experiencia de AFS. Al despedirme de ellos, tomé otro autobús con rumbo oeste hacia Saint Louis, Missouri. Allí me recogería el padre Francis Corbett, para trasladarme finalmente a East Lansing, donde él quería ubicarme con un grupito universitario de la parroquia estudiantil St. John. De manera que iniciamos nuestro recorrido cuando estaba ya próxima la hora del atardecer. Nos desplazábamos a muy alta velocidad por una moderna autopista, en una época en la que no se había impuesto aún el límite de las 55 millas por hora. Así que me tocó ver al sol ponerse sobre el horizonte, allá adelante, tras las verdes colinas de esa parte rural de Pennsylvania. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando atravesamos esos cerros y nuevamente el sol estaba frente a nosotros! Por lo que contemplamos otro atardecer, mientras a toda prisa perseguíamos al astro sol rumbo al poniente. Ese evento volvió a repetirse un par de veces más pues, tras cada puesta de sol, lo teníamos de nuevo ante nuestros ojos, como por encanto, al superar las siguientes colinas. De pronto caí en la cuenta de estar viviendo la experiencia del Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, quien, con solo correr hacia adelante la sillita, en su pequeño planeta, podía contemplar tantos atardeceres como quisiera en una sola tarde.
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