El nacimiento de María Augusta Kutschera ocurrió en un tren, en Austria, mientras sus padres viajaban desde su localidad, en el Tirol, hasta un hospital de Viena en 1905. A los siete años ella quedó huérfana y a los dieciocho, tras graduarse en un colegio público, ingresó como novicia en la Abadía de Nonnberg, un convento de monjas benedictinas en Salzburgo. Residiendo aún en el monasterio, se le pidió ser la maestra de los siete hijos de un capitán de la Armada, Georg Ludwig von Trapp, quien recientemente había enviudado. A raíz de sus vivencias con esa familia, María abandonó el convento y contrajo matrimonio con Georg en 1927. Debido a una crisis económica, todos los miembros de la familia empezaron a dedicarse profesionalmente a la música, una de sus grandes aficiones, bajo la dirección del padre Wasner, su capellán. Gracias al éxito obtenido en un festival, comenzaron a realizar giras artísticas en 1935 y, una vez que emigraron a los EE.UU. para huir del nazismo, esta actividad se convirtió en su medio de subsistencia. La fama de la familia, que para entonces contaba ya con diez hijos, trascendió internacionalmente e incluso aparecieron en un disco navideño de Elvis Presley. Ellos fundaron su hogar en una finca del Estado de Vermont, donde crearon un campamento musical permanente. Tras la muerte de Georg von Trapp, en 1947, debido a un cáncer, María escribió un libro donde narraba la historia familiar, el cual se convirtió en un gran éxito de ventas. Eventualmente, su relato fue adaptado para la obra musical de Broadway “The Sound of Music”, que luego se hizo mundialmente famosa en su versión fílmica, estelarizada por Julie Andrews y Christopher Plummer, ganadora de varios Óscares. Esto convirtió a María von Trapp en una leyenda. Yo la conocí durante una conferencia cristiana realizada en Kansas City en 1975. María tenía ya setenta años y estaba allí acompañada por una de sus hijas menores, debido a que ambas habían tenido recientemente una profunda experiencia de Dios en el contexto de la Renovación Carismática. Ella llegó ataviada con su traje típico tirolés y fue invitada a subir al escenario para compartirnos su testimonio de vida, lo que a todos nos impresionó mucho por escucharlo de sus propios labios. Al terminar, cuando iba saliendo me la topé de frente y, poniéndole mi mano en su brazo, sólo se me ocurrió decirle: “Que Dios la bendiga, María”. ¡Ella me respondió con una sonrisa!
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