El Domingo de Resurrección del año 2005 el Papa Juan Pablo II salió, por última vez en su vida, al ventanal de los apartamentos papales. Desde esa ventana central, entre las tres últimas del piso superior del Palacio Apostólico, él quiso saludar a los fieles, congregados en la Plaza de San Pedro, pero no pudo pronunciar palabra y, tras intentar bendecir a la gente, con un gesto de mucha frustración en su rostro fue retirado de la vista de todos. Contó después Monseñor Stanisław Dziwisz, su secretario personal, que, en esos momentos, con gran dificultad, le expresó: “Si ya no puedo hablarle al pueblo de Dios, será mejor que Él me llame a su presencia”. El jueves siguiente el Papa experimentó, de improviso, temperaturas muy altas y su estado se fue agravando cada vez más. Para el sábado, trascendió la noticia de que había entrado en agonía y una gran multitud se reunió en la plaza, frente a los aposentos papales, para acompañarlo con sus oraciones. Ya había anochecido, ese sábado 2 de abril, y él solicitó que se celebrara la Eucaristía, junto a su cama, correspondiente al Segundo Domingo de Pascua, declarado unos años antes, por él mismo, como el Domingo de la Misericordia. Así pudo comulgar, por una última vez, antes de entregar su alma al Señor. María Helena y yo seguíamos por la televisión los eventos de esa noche, mientras las cámaras enfocaban aquellas tres ventanas de la parte alta, las dos de la izquierda iluminadas, correspondientes a su antesala y estudio, mientras que la última de su habitación, a la derecha, permanecía en una semipenumbra. El comentarista indicó que, al ocurrir su deceso, apagarían esa tenue luz, como señal de respeto, y que sería el anuncio de su fallecimiento. Yo le comenté a mi esposa que, probablemente, sería al revés, pues al morir ya no necesitarían tener su cuarto casi apagado, sino que procederían a iluminarlo para que entraran las personas que debían certificar su defunción. Acababa de decir esto, cuando aquella habitación de la esquina se encendió y nosotros dos nos pusimos de rodillas para agradecerle a Dios por su vida, pues supimos con certeza que acababa de fallecer. Así estuvimos en oración por un par de minutos, antes de que la noticia oficial de su muerte empezara a divulgarse. Por nuestra parte, en medio del dolor ante su partida, nos consoló el hecho de que, a miles de kilómetros de distancia, lo pudimos acompañar en ese último trance y tomar conciencia del momento mismo en que estaba siendo recibido en el Cielo.
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