A mi amigo Bob Swanson lo conocí durante mi primer año en Michigan y fuimos entablando amistad a lo largo de mi estancia allí. Él había sufrido un terrible accidente a sus dieciocho años, en un jeep descapotado, lo que le dejó como secuela una hemiplejía parcial del lado derecho del cuerpo y la incapacidad de vocalizar las palabras para hablar. No obstante, Bob volvió a caminar arrastrando su pierna derecha, aunque su brazo y su mano también sufrían de una rigidez que le imposibilitaban un buen funcionamiento. A pesar de tales limitaciones, era capaz de andar en bicicleta, hacer mandados y jugar softball, aprovechando su gran fuerza con el brazo izquierdo para lanzar la pelota, como pitcher, y batear, mientras otro compañero corría las bases por él.
Quienes compartíamos casa con él leíamos durante la cena el relato de sus vivencias diarias, puesto que, con una sola mano, mecanografiaba de previo una hojita en su máquina de escribir. También aprendimos a entender el lenguaje alfabético de señas, para que Bob nos deletreara las palabras con las que respondía a nuestras preguntas. En mi caso, puesto que en la Comunidad había asumido la responsabilidad de apoyarlo en su vida personal y cristiana, no encontraba mayores problemas de comunicación. A lo que yo le preguntara, él podía responder afirmativamente, vocalizando una respuesta de dos sílabas: “mmjumm”; o negativamente, con un sonido monosilábico de “mmm”. Así nos entendíamos a la perfección. De eso, tuvimos una prueba extraordinaria durante aquel verano de 1975. Nosotros ya habíamos visitado recientemente a sus padres, pero él quiso volver a pasar otro fin de semana con ellos. De manera que se fue a su casa un sábado temprano y, al atardecer, yo sentí la necesidad de llamarlo para ver cómo le iba. Me impactó muchísimo cuando me dieron la noticia de que su papá acababa de fallecer, repentinamente, de un ataque cardiaco esa tarde. Cuando Bob acudió al teléfono le expresé mi pesar y procuré ayudarlo a compartir lo que él necesitara expresar en esas circunstancias. Así entablamos comunicación, por un buen rato, mientras yo intentaba poner, en mis propias palabras, todo aquello que él podía estar sintiendo, pensando o experimentando, conforme ocurrieron los hechos, y Bob me respondía positiva o negativamente a cada cosa que le decía. Ninguno de los dos había sostenido antes una conversación de ese tipo, en que compartimos con tanta profundidad nuestros sentimientos, pues él se pudo desahogar y sentirse acompañado, además de llorar juntos, en ciertos momentos, y hasta unirnos en una oración final que le dio mucho consuelo. ¡Yo me maravillo de la forma en que Dios nos había preparado para comunicarnos en una circunstancia como esa!
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