Cuando asistí en Kansas City a la Conferencia Carismática que reunió a decenas de miles de personas pertenecientes a todas las tradiciones cristianas que buscaban una renovación en el Espíritu, conocí de lejos a muchos líderes importantes de esas iglesias y movimientos. Entre todos ellos me impresionó particularmente el cardenal belga Leo Joseph Suenens, un hombre de un gran carisma personal, quien había dejado huella profunda en la Iglesia Católica desde los tiempos del Concilio. Tuve el privilegio de que el domingo en que se cerraba la Conferencia, me pidieron el servicio de colaborar en la tarima donde se colocó el altar para la misa que presidiría el Señor Cardenal, concelebrada por un buen número de sacerdotes de la Renovación Carismática. Estábamos en el estadio de fútbol americano de los Chiefs de Kansas City, con una gran multitud de fieles que colmaban las graderías circundantes.
Antes de desfilar ceremonialmente hasta el centro de la cancha, en la improvisada sacristía que se organizó en uno de los vestidores, el Cardenal Suenens pidió a quienes le acompañábamos que orásemos por él, para que estuviera abierto a la presencia del Espíritu Santo durante la celebración eucarística. Todos lo rodeamos para orar y recuerdo haber colocado mi mano sobre su hombro izquierdo, admirado por la humildad de este hombre que se sabía necesitado de Dios. Tiempo después de aquel momento especial, me encontré un librito donde compartían autoría, tanto el Cardenal Suenens como el famoso obispo Latinoamericano Helder Cámara, a quien también había podido ver de cerca aquella vez en Costa Rica. La edición en español se titula “Renovación en el Espíritu y servicio del hombre”. Ambos autores parecían no poder ser más disímiles. Suenens fue el promotor de la Renovación Carismática, tanto en el Vaticano como en el ámbito mundial, mientras que Dom Helder dedicó su vida a la pastoral social en favor de las masas menos favorecidas. Sin embargo, los dos se habían hecho amigos desde la época del Concilio Vaticano II y consideraban tener una gran afinidad de pensamiento sobre las prioridades que debían animar a la Iglesia. De manera que, al publicar este libro, el Cardenal Suenens asumió la tarea de exponer las razones para luchar por una mayor justicia social, mientras que Mons. Helder Cámara reflexionó sobre la necesidad de cultivar una profunda vida interior en el Espíritu Santo. Así, resultó algo revelador que ambos intercambiaran los papeles en que eran encasillados a la luz pública. Por mi parte, aumentó mi admiración por ellos, como profetas de nuestro tiempo, sin que por esto los dos dejaran de ser personas profundamente humanas, que supieron desarrollar entre sí una profunda y fructífera amistad.
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