Mi tía, la pintora retratista Lolita Zeller de Peralta, al no tener hijos propios se encariñó conmigo desde muy chiquito, y hasta procuraba regalarme todo aquello que consideraba una primera experiencia, entre las que ella soñaba para mi vida, ya fuera un abriguito español o un casco de bombero adquirido en México. Asimismo, hasta quiso acompañarme a mi primer baile nocturno en el Club Unión y en pagar mi tratamiento de ortodoncia cuando adolescente. Muy en particular, a mis cinco años, se propuso pintar mi retrato en la pose del príncipe Baltazar Carlos, de Velázquez, un cuadro emblemático entre toda su producción, que en sus exposiciones artísticas le denominaban “El Principito”.
Ella había sido una discípula predilecta del gran retratista nacional don Enrique Echandi y, a su vez, alumna del maestro don Tomás Povedano, director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde también estudiaron dibujo y pintura mi mamá y mi tía Virginia. Con los años, Lolita Zeller se convirtió en una de las mejores retratistas del país, por lo que las exposiciones de sus pinturas en el “Foyer” del Teatro Nacional, así como en otras salas importantes, tenían mucha cobertura de prensa y atraían a gran cantidad de público.
Más aún, cuando en 1975 yo realizaba mis estudios de posgrado en la Universidad del Estado de Michigan, se escogió su pintura para una colección de sellos postales navideños en honor de los pintores nacionales. Fue así como recibí una carta, ese fin de año, en cuyo sobre compartían el mismo nombre, tanto el destinatario como el niño de la estampilla, algo que colmaba de asombro a mis amistades estadounidenses a quienes se los enseñaba.
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