La primera vez que me visitó mi hermana Denise, para pasar conmigo el fin de año en Michigan, se quedó un par de meses. Entonces nos enteramos, al comenzar el trimestre de invierno de 1976, que vendría como profesor invitado del Instituto Internacional de Idiomas de MSU el legendario escritor argentino Jorge Luis Borges, conocido como el padre del “boom” latinoamericano de literatura, quien ofrecería una serie de charlas sobre temas específicos. Denise y yo nos apresuramos a solicitar que se nos permitiera participar como oyentes en alguna de sus presentaciones y nos aceptaron para la lección en que se proponía explicar la obra monumental de José Hernández, el “Martín Fierro”. Yo la había leído completa viajando por el norte argentino, durante nuestro viaje mochilero, en una edición barata comprada en alguna de las estaciones del camino, por lo que me ilusionó muchísimo escucharlo esta vez de labios de tan insigne hombre de letras. Así lo vimos entrar y dejarse conducir, por causa de su ceguera, hasta una silla junto a una mesita redonda, al frente de la clase, y empezar a hablar con su característico acento argentino, mientras sostenía sus dos manos entrelazadas sobre el bastón que le servía para orientarse. Era impresionante escucharlo declamar de memoria gran cantidad de versos de la vida del gaucho Martín Fierro, al tiempo que los analizaba con todo detalle y profundidad. Saboreaba cada una de las estrofas que iba recitando para nosotros y, de cuando en cuando, esbozaba en su rostro una gran sonrisa, como señal evidente de que aquellos eran sus versos favoritos. Al concluir su exposición, tras un largo aplauso de los concurrentes, Denise y yo pudimos acercarnos a él y contarle personalmente que habíamos leído uno de sus libros poéticos, “El elogio de la sombra”, en casa de Édgar y Blanca de Céspedes, nuestro centro de reunión de amigos en Costa Rica. Le mencioné entonces que nos emocionaba, en particular, cuando al final de su poema introductorio se refiere a Jesús de Nazaret, quien desde el Cielo evoca su experiencia terrenal y dice: “A veces recuerdo con nostalgia el olor de aquella carpintería”. A don Jorge Luis le agradó mi comentario y, con un brillo de sentimiento en sus ojos, nos expresó que hasta Jesús debería rememorar complacido aquel tipo de vivencias. Posteriormente, al pedirle que nos firmara un libro suyo para regalárselo a Édgar y Blanca, accedió de buen grado. Lo hizo con una letra chiquita e insegura, mientras insistía en que ya no daba autógrafos, debido a estar ciego, pero que esta vez deseaba hacerlo por tratarse de personas que lo apreciaban. Tras despedirnos de él, con un afecto que no le teníamos antes de conocerlo, vimos alejarse a don Jorge Luis Borges en su camino hacia la inmortalidad, como uno de los grandes escritores de la literatura universal.
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