Durante las vacaciones universitarias de medio año, hacia finales de julio de 1972, en un grupito conformado por Juan José y su hermano gringo Harold Lockwood, quien había venido a visitarlo, además de mi hermano Jorge y yo, emprendimos una excursión a Guanacaste en el inolvidable Renault verdecito de nuestro gran amigo Juan José. Así pasamos tres días acampando en Brasilito y visitamos las playas de Conchal y de Tamarindo. Al inicio del viaje nos tocó experimentar una tormenta de lluvia torrencial, con truenos y relámpagos, y, en la madrugada, dormir junto al camino, debido a un río crecido que no podíamos cruzar. Pero no esperábamos lo que vendría después, cuando nos enrumbamos hacia la zona del Arenal, para hospedarnos en la finca de la familia Lutz, hoy sumergida en el fondo del Lago Arenal. Era justo la víspera del cuarto aniversario de la trágica y sorpresiva erupción de ese volcán, el cual se estudiaba en geografía como el cerro Arenal. En el camino nos encontramos a gente asustada y supersticiosa que huía por temor a una nueva explosión volcánica. Así que, en la mañana del día siguiente, 29 de julio, desayunamos temprano y nos fuimos a escoger los caballos para realizar nuestra cabalgata, hacia el este, rumbo al volcán. Fue impresionante atravesar el lugar donde una vez existió Pueblo Nuevo, la localidad arrasada, como antaño había ocurrido en Pompeya, por los vapores de altísimas temperaturas expulsados por ese coloso.
Nos impactaba contemplar aquella vista desolada de árboles calcinados y suelo ceniciento, como si transitáramos por un paraje lunar. Junto con nuestra amiga Guiselle Lutz, en su rol de baqueana, bordeamos la ladera hasta llegar a las faldas del volcán, para así evitar el terreno cubierto por lava sólida que había descendido desde la cumbre. Allí dejamos los caballos y continuamos subiendo a pie hasta el famoso cráter lateral donde, en 1968, ocurrió la súbita explosión a mitad del cerro. Al evocar hoy esa aventura reconocemos que, desafiando toda prudencia, nos aproximamos hasta el borde de aquel gran boquete rocoso, que no sólo continuaba expulsando partículas humeantes con olor a azufre, sino que producía un ruido ensordecedor, además de un continuo retumbo bajo nuestros pies. Estar al lado de ese cráter inferior de un volcán que, cuatro años atrás causó la muerte instantánea de centenares de personas, constituyó para nosotros una experiencia que hoy recordamos como temeraria y aterradora. ¡Realmente somos tan pequeños ante el impresionante poder de la naturaleza!
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