La maratón en los Juegos Olímpicos de Montreal (1976)

La maratón en los Juegos Olímpicos de Montreal (1976)

Debido a mi participación en el atletismo, a finales de mi secundaria, y al entusiasmo generado por los Juegos Olímpicos de México en 1968, leí mucho al respecto sobre todas las olimpiadas anteriores a mi estadía en Michigan, incluida la de Múnich 1972, que seguí por la televisión cuando terminaba el bachillerato en Psicología. Por eso, al estar tan cerca de Montreal, no quería perderme esta nueva experiencia olímpica. Don y Cindy Quillan, un matrimonio de mi Comunidad en Michigan, ofrecieron prestarme su carrito Pinto para viajar hasta allí. Además, contaba con las sobrinas de Blanquita y Édgar Céspedes para conseguirme alojamiento en esa ciudad. Con todo listo, tras realizar esa mañana mi último examen del doctorado, en el día que cumplía mis veinticinco años, conduje por doce horas entre Lansing y Montreal. Llegué allá como a la medianoche y, con gran emoción de ver cumplido mi sueño, pasé junto a la Villa Olímpica y el Estadio iluminados, rumbo al edificio donde me alojaría con unos muchachos nicaragüenses, amigos de María Cecilia y Ana Lorena Narváez. Aunque no podía ingresar al Estadio Olímpico, por el alto costo de las entradas, cada día me iba a la cancha adjunta, donde calentaban los atletas, y hasta pude conversar con algunos, antes de entrar ellos por el túnel para competir en sus respectivos eventos. Entonces me iba a un barcito cercano donde, por el precio de una cerveza o una Coca Cola, obsequiaban pedazos de pizza casera, que yo rendía mientras veía por la televisión a los atletas ya conocidos en sus pruebas finales. Así disfruté de los Olímpicos en el ambiente incomparable de Montreal. Sin embargo, no me podía perder la maratón, que se correría por las calles de la ciudad, tras salir del estadio y, al final, retornar a él. Con mis amigos nicaragüenses vimos el inicio de la carrera, pasando junto a la Villa Olímpica, y tomamos el metro hacia el norte de la ciudad donde, una hora después, observamos al grupito que la lideraba, en una tarde un poco lluviosa.

Yo era seguidor del norteamericano Frank Shorter, que había ganado la medalla de oro en Múnich, y admiraba también al finlandés Lasse Viren, triunfador de los cinco y diez mil metros en ambas olimpiadas. A su lado corría Waldemar Cierpinsky, de Alemania del Este, quien sería el ganador, no sólo en Montreal, sino también en Moscú cuatro años más tarde. Una vez que pasaron junto a nosotros, tomamos de nuevo el metro para regresar hasta nuestra calle, a dos kilómetros del estadio, donde animé y le tomé foto a Frank Shorter, quien venía de segundo, detrás de Cierpinsky, rumbo a la meta. Otro amigo nicaragüense nos invitó a subir a su apartamento para seguir por la televisión el desenlace de la carrera. Al verlos en el podio recibir sus medallas, le agradecí a Dios el haber estado en esta Olimpiada y presenciar la hazaña de esos grandes campeones, como las que leía en los libros de los Juegos Olímpicos.

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