Durante mi primera infancia y hasta la escuela yo fui bastante intrépido en mis juegos. Recuerdo, por ejemplo, que me gustaba hacer de equilibrista sobre la baranda, junto al portón de mi casa, o de saltador de vallas en la barandita lateral del jardín, con las manos atadas a la espalda, lo que produjo estrepitosas caídas que me causaban chichotas en la frente. Recuerdo que mi papá, como médico, me atendía presionando una moneda grande, de dos colones de entonces, para bajar la inflamación, al par que desinfectaba y cubría con una curita la zona del golpe. La otra razón para recibir sus cuidados eran mis frecuentes sangrados de nariz, que ocurrían si me asoleaba mucho o cuando experimentaba un cuadro febril. Dado que mi problema nasal no se curaba, mi mamá y mi tía Lolita se propusieron llevarme a Cartago, a la Basílica de la Virgen de los Ángeles, para pedir su protección y, con mucha fe, me aplicaron en la nariz agua de la fuente milagrosa. A raíz de nuestra visita al Santuario los sangrados desaparecieron por completo e incluso las caídas se volvieron menos frecuentes, un hecho que en la familia nos pareció una bendición de Dios.
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