Al monje benedictino de nacionalidad argentina, Mamerto Menapace, lo conocí por sus libros durante mi viaje a Buenos Aires, para dar el curso de Formadores Latinoamericanos de 1991. Así empecé a utilizar sus Salmos Criollos y sus cuentos en mi propio trabajo eclesial y, a través de un amigo en común, nos pusimos en contacto para mantener un intercambio amistoso, primero por correo postal y luego electrónico. Casi veinte años después pude conocerlo en persona, tras un largo pero bonito trayecto de cuatro horas desde Buenos Aires. Al arribar al Monasterio de los Toldos, él me recibió muy fraternalmente, a la puerta de su celda, e insistió en ir en persona para dejarme instalado en la hospedería. Era la hora en que los monjes debían hacer sus oraciones en la capilla y, junto a un grupito de laicos, fuimos a orar con ellos.
Esa tarde me invitó a compartir, por casi dos horas, sobre distintos proyectos de interés mutuo y, tras volver a mi habitación, vino poco después a buscarme, para ver en TV un partido amistoso de fútbol entre las selecciones de Argentina y de España, en la sala de estar de los monjes. En el medio tiempo nos tomamos un café en el antecomedor, junto al gran “refectorio” donde los monjes hacen sus comidas en silencio, oyendo leer, y luego me paseó por los alrededores del monasterio, mientras me explicaba los nombres de diversos tipos de árboles y de plantas. Al día siguiente tuvimos a las ocho la eucaristía, junto con laudes, presidida por el prior junto al abad actual, un cargo que antes ocupó Mamerto. Desde entonces, se le siguió considerando “abad”, aunque ahora fungía, más bien, de presidente encargado de los dieciocho monasterios de monjes y monjas benedictinas en Argentina, Chile, Paragua y Uruguay.
Después de la siesta, pasó él mismo a recogerme para dar un paseo, el cual resultó extraordinario en todo sentido. Empezamos en los prados cercanos, donde detuvo el auto y caminamos sobre el pasto para explicarme “La ley del puño”, ya que es uno de los cuentos preferidos en mis cursos. De allí seguimos hasta la Laguna de Azotea, en la zona indígena, que fue antiguamente el límite entre blancos e indios, y, en una casita de descendientes araucanos, recibieron a Mamerto con gran alegría para compartir con nosotros un “mate”, en un ritual de amistad que me complació mucho. Entre chistes y bromas nos despedimos de ellos, para proseguir nuestro rumbo al pueblo, al par que me indicaba en el trayecto ciertos lugares donde vivieron algunos personajes de sus cuentos.
La gente lo saludaba por el camino y, al entrar al poblado de Los Toldos, vimos venir una pequeña procesión con la imagen de la Virgen. Entonces, él se bajó del auto, para acercarse a ellos, mientras lo aplaudían y abrazaban con gran afecto. Posteriormente, visitamos la biblioteca del pueblo, que lleva su nombre, y nos dirigimos a la casa donde vivió Evita Perón en su infancia. Allí tienen un pequeño museo, en el que nos acogieron con grandes atenciones hacia fray Mamerto y, por extensión, hacia su amigo invitado de Costa Rica. Yo agradecí mucho tantas experiencias vividas durante aquel recorrido, de apenas unas tres horas, junto a Mamerto Menapace como anfitrión, aderezadas con sus historias, siempre amenas, y su conocimiento sobre plantas, árboles y edificaciones.
Aquellos tres días de mi visita a Mamerto Menapace los aproveché al máximo en compartir con él, tomarle videos con explicaciones de sus cuentos e intercambiarle libros suyos, autografiados por él, por los archivos de power point que utilizo en mis cursos, incluyendo imágenes de sus cuentos. También le pedí dedicarme cuatro tarjetitas, con sentencias suyas, para María Helena y mis hijos, que había comprado en la librería con el poco dinero que llevaba. Pero él me sorprendió al sacar de su gaveta varias más, para dedicarlas a otros seres queridos. Aquello me pareció una fantasía, pues salí de su celda con una cantidad de recuerditos, personalizados con la firma de Mamerto, que todos ellos me agradecieron al regresar a Costa Rica. Finalmente ese mediodía, al finalizar el almuerzo, se llegó a compartir con nosotros en la hospedería y despedirse de mí. Fue un rato de convivio muy disfrutable con los huéspedes, pues él estaba de excelente humor y nos hacía reír con sus salidas graciosas. Antes de mi partida nos propuso tomarnos una foto grupal y nos despedimos, sintiéndolo yo como a un hermano mayor o a un gran amigo. ¡Una más de esas bendiciones especiales que el Señor nos regala al andar por sus caminos!
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