Don Ricardo Blanchet, el papá de nuestro amigo Eduardo, llegó a Costa Rica con toda su familia para trabajar en un puesto diplomático, en la embajada argentina, como ya lo había hecho anteriormente en Brasil. Por esas cosas de Dios, alquilaron una casa en nuestro mismo barrio de Mata Redonda y, tanto él como su hermano menor Luis, nuestro querido “Cacho”, ingresaron al Colegio La Salle. El Che Eduardo fue mi compañero durante los últimos tres años de la secundaria y Susana, su hermana mayor, los trasladaba en su elegante auto, con placas diplomáticas, hasta el colegio. Esto despertaba reacciones de exaltación en los colegiales que seguían la misma ruta que ellos en los buses, no tanto por admirar el carro, sino por la bella conductora con sus minifaldas de moda. Al pasar el tiempo, Susi se convirtió también en otra hermana para nosotros y los Blanchet nos adoptaron como parte de la familia, pues su casa era un lugar siempre acogedor donde nos reuníamos habitualmente.
Al terminar Eduardo la secundaria, tras muchas vivencias compartidas en verdadera amistad, llegó el momento de la partida, pues él retornaría a estudiar a la Argentina, aun cuando su familia permaneciera en Costa Rica por un tiempo más. Hubo despedidas familiares en nuestras casas y hasta una excursión de una semana a la playa de Jacó, con un recorrido de ida y vuelta por tren, además de cruzar en barcaza el río Tárcoles y, en un camioncito destartalado, llegar a nuestro destino. Jacó era entonces una playa casi desierta, sin electricidad, donde acampamos en agradable camaradería durante aquellos días memorables. ¡Esa experiencia incentivó nuestro sueño de viajar un día a Suramérica para visitar a Eduardo! Dos años más tarde, en enero 1971, el Che regresó por un mes a visitarnos y pasamos de nuevo otra semana acampando juntos en Jacó. Allí se consolidó ese “sueño imposible” de recorrer Suramérica hasta arribar a Buenos Aires, para compartir con él y su familia. Fue así como en el “Viaje de la Amistad” recorrimos, de ida y retorno, más de 20 mil kilómetros en barco, autobuses, trenes y aviones. Para la vuelta, Eduardo se convirtió en el cuarto mochilero a través del norte argentino, Bolivia y medio Perú. Nos despedimos justo después de visitar Machu Picchu, para no reencontrarnos en otro par de décadas. Juan José estuvo con él, Silvia y sus hijos en Viena, a principios de los noventa, y yo volví a encontrarme con Eduardo en Orlando, acompañados de nuestros hijos Jean Gaston y Gaston, tras 25 años de no vernos. Ya en el siglo XXI, en algunas ocasiones con las esposas, el Che nos ha visitado tres veces en Costa Rica, así como Juan José y yo pudimos hospedarnos en su casa de la Florida. Cada vez que nos reunimos parece que nunca hubiésemos estado lejos, pues el vínculo de amistad se ha ido consolidando a través de la distancia, inclusive en tiempos de especial dificultad para alguno. Por eso, al escribir nosotros el libro “El viaje de la amistad”, lo dedicamos “a nuestro gran amigo Eduardo Blanchet Rubio, de quien aprendimos que en la verdadera amistad no existen ni el tiempo ni el espacio, y que los amigos son para siempre”.
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