Los primeros años de casados de Leon y Lolita fueron muy penosos por la muerte de sus dos hijos mayores. Rodrigo, el segundo, había fallecido de meses en 1917, y Óscar, el mayor, a sus siete años en 1922. Estas pérdidas, por supuesto, embargaron de pena a sus padres y a toda la familia. Para la muerte de Óscar ya habían nacido Hernán, en 1919, y Noemí, la menor, en 1921. El panorama se agravó, aún más, cuando un tiempo después el pequeño Hernán se enfermó también de tifoidea. Los papás temían otra tragedia y, a la vez, necesitaban proteger a su niñita Noemí de un posible contagio. Por tal razón, la abuela Doña Noemí insistió en llevarse a Hernán, por unos meses, para atenderlo en su casa. Aunque esta separación resultó ciertamente dolorosa, propició que se diera una relación muy particular entre Hernán y su tía Esther. Ella le traía un soldadito todos los días, al regresar del trabajo, que él iba colocando en la ventana de su cuarto. La residencia quedaba a un par de cuadras al sureste de la antigua estación del ferrocarril y, como Esther llegaba a las cinco en punto, el niño estaba pendiente cada tarde del pitido del tren. En esa estación había un árbol donde se colocó después una “cápsula del tiempo”, donde se guardan las firmas de mucha gente notable del Cantón, incluyendo la de la Niña Esther, trasladada luego al monumento que ahora está en la nueva estación. A Hernán, por ser tan pequeño, no quisieron decirle de la muerte de su hermano, sino que andaba de viaje, aunque él lo descubrió al aprender a leer, cuando identificó un día su nombre en la lápida de la tumba familiar. Esa época tan triste fue quedando atrás y, más bien, los animó en adelante a cultivar vínculos de profunda unidad.