Al igual que con sus padres, la unión fraternal entre Hernán y Noemí de Mézerville Gené, quizás por haber perdido a sus hermanos mayores, fue extraordinaria durante el resto de sus vidas. Por ejemplo, en sus juegos infantiles, Mimí estaba dispuesta a seguir las instrucciones de su hermano al pie de la letra. Si jugaban a hacer trencito en el patio, uniendo pedacitos de vástago de banano para representar a la máquina, los vagones y el cabús, Hernán insistía en ser la máquina que jalaba al resto y ella iba haciendo el “chucuchucu” del sonido del tren. Asimismo, cuando se entretenían jugando a la ambulancia que transportaba a un enfermo al hospital, él era el chofer que la manejaba y ella quien hacía sonar la sirena. Nunca en la vida se pelearon, ni discutieron por nada. Ambos de carácter positivo, altruistas y no egoístas, con un semblante apacible y sonriente, él siempre decía que estaba “con toda la pata” y su hermana Noemí le hacía segunda en todo. Ya de jóvenes, Hernán fue un hombre muy atractivo y noviero, y Mimí lo alcahueteaba con las muchachas que le interesaban. Como los mensajes, en esa época, se mandaban por papelitos, ella le servía de intermediaria. Procurando que a él no se le complicaran las cosas con las posibles novias, Noemí le decía a cada una lo conveniente, con pretextos como que él estaba enfermo o muy ocupado con un asunto, mientras que Hernán andaba en la casa de otra. Ya de viejos, ambos se carcajeaban al evocar aquellas diabluras de Hernán en sus noviazgos juveniles, pues a veces visitaba a una novia de las cuatro a las siete, a otra por la noche y aún se reservaba a una tercera para el día siguiente. Esto cambió, por completo, cuando Hernán empezó a cortejar a Florita, quien luego sería su esposa. Su mamá Yaya le hizo ver, muy seria, que esta novia era su ahijada y que no podía portarse con ella como lo había hecho con las demás, en lo que su hermana Mimí estuvo totalmente de acuerdo.